domingo, 2 de octubre de 2011

Aquello que no vemos o, quizás, no queremos ver.

Son la 1: 34 h de la madrugada y haciendo zapping durante los anuncios de la serie que estaba viendo, me he topado con uno de los pocos (poquísimos) programas que realizan documentales acerca de grupos de personas desfavorecidos en lugares de conflicto.

Como es normal, en mí, y supongo también en una inmensa mayoría de las personas, van sucediéndose una serie de sensaciones cuando veo estos acontecimientos, y las personas afectadas que los cuentan en primera persona… ¡en primera persona! Al principio, cuando comienzas a ver las imágenes pero no sigues el argumento aún, aparece el sentimiento de la angustia por el dolor ajeno: casas destrozadas, calles sin asfalto, poblados casi destruidos, familias hambrientas y, sobre todo, el elemento fundamental y mayoritario de estos lugares…niños, muchos niños, casi todos son niños.

Llegados a este punto, es cuando algo se me empieza a remover por dentro.

En el documental se presenta y explica la labor que realiza la ONG de base jesuita llamada “Entre culturas”, la cual, acoge a los niños que han logrado abandonar la guerrilla por diferentes causas, como haber escapado del mando de su superior, o haberle perdido el rastro y haber quedado abandonados en mitad de la selva del Congo. Estos niños, reciben el nombre de “desmovilizados”, y son ex-militares cuyas edades se encuentran entre los 14 y los 19 años. A este campamento situado en zona de refugiados, también llegan niñas, con edades aproximadas, y con experiencias similares, de violencia, dolor, miedo y muerte.

Mientras presto atención a sus declaraciones, sin alcanzar a imaginar los sucesos que describen, sin poder ponerme aunque sea por unos segundos en el lugar de ellos mientras ofrecen sus experiencias al entrevistador, solo puedo pensar en una cosa:
el ser humano es invencible, hasta que se destruye a si mismo…

Esta afirmación resuena en mi cabeza mientras veo los ojos de esos chicos y chicas a los que se le ha robado una parte de toda su vida que nunca podrán recuperar, y se les ha arrancado una serie de valores humanos que Dios sabe si algún día podrán recordar.

Ellos afirman que están contentos de estar siendo “reeducados”. Sienten cómo algunas ideas se aclaran en su mente, y cómo pueden rozar la esperanza de un futuro en el que ellos sean dueños de sus actos, y no siervos de una droga que les haga perder el control cuando tengan un arma en las manos, o un machete, o una lanza. Ellos no eligieron unirse a la milicia para aprender a matar a sus mejores amigos porque estaban en el bando equivocado, y ellas no eligieron ser objetos sexuales de los superiores militares para luego ser repudiadas por sus familias y exiliadas de sus comunidades. Simplemente, no había otra posibilidad. Sólo obedecer, sobrevivir, atacar, no sentir nada ante poblados asesinados, casas quemadas, cuerpos descuartizados o mujeres violadas…sólo había que apretar el gatillo.

El ser humano es invencible, hasta que se destruye a si mismo…

Al ver a esos mismos niños recuperando una sonrisa que estaba congelada, y a esas niñas hablando de retomar un aprendizaje y crear una familia propia, concluyo que el ser humano es invencible; pues, aun sintiendo que la muerte y la persecución es lo más cercano que van a tener posiblemente durante el resto de sus vidas, estos jóvenes han aprendido a convivir con el miedo, con el olor a sangre y el sabor del hambre, y no renuncian a obtener una vida digna mientras sigan respirando.

Cuando miro esos ojos, y escucho cantar a esas familias cuando los recuperan, y cuando son capaces de sonreír ante una cámara, ante miles de personas que no les conocen, y que no tienen idea de lo que es el dolor, sólo siento que quiero estar allí, donde ellos, y correr su misma suerte. Y me consta que no somos pocos los que nos sentimos así, porque nosotros no somos ni mejores ni peores que ellos, somos iguales… ¿Por qué el ser humano no es capaz de amarse a si mismo, a su especie? ¿Está quizás en nuestra naturaleza ser injustos o dejarnos cegar por el efímero brillo de la codicia? ¿Puedo yo ser feliz en mi vida sabiendo que otras personas mueren y sufren cada día por la pasividad de gente como yo?

(Esta reflexión la escribí hace dos años, y tengo la dicha de haber visto de cerca una realidad parecida hace un año. He acariciado los diminutos pies y manos de niños pequeños llenos de callos por trabajar en herrerías, chatarrerías y construyendo cualquier tipo de transporte a partir de la nada y en mitad de la selva; he observado niñas, madres y abuelas cargando con bebés bajo el sol de la sabana y trabajando en el campo sin demora, sin tristeza, sin miedo, porque pasaba un día más sin noticias de conflicto cerca. No he visto muchas cosas, sólo algunas, pero cuando volví me di cuenta de que quizás, mientras vivimos en este mundo que hemos creado, este mundo artificial, nos estamos perdiendo el mundo de verdad)

Ojalá algún día nos sentemos a pensar lo que de verdad importa…

1 comentario:

  1. A raíz de este acertado comentario, me permito recomendarte un libro: "Ébano", de Ryszard Kapuscinski. No es una novela, tampoco un libro de viajes, aunque en parte tenga algo de eso; es una crónica a ratos desgarrada, a ratos feliz y siempre entretenida, de una estancia en Africa. Fue el primer libro que cayó en mi ebook, y una de esas obras que obligan a pensar, a conocer un mundo que no parece este que vivimos, que sorprende, angustia, indigna y también, de vez en cuando, te arranca una sonrisa.

    ResponderEliminar