domingo, 20 de noviembre de 2011

Esa otra esclavitud: el miedo


Hace días que en mi cabeza vuela la pregunta de por qué el ser humano tiene siempre tanto miedo. ¿Por qué las malas experiencias tienen tanto poder en nuestros actos venideros? A veces tengo la impresión de que los buenos acontecimientos no marcan tanto nuestra toma de decisiones como aquellos que nos han producido dolor y, aunque la respuesta para algunos sea obvia, yo me atrevo hoy a preguntármelo…
Da igual donde miremos, da igual el testimonio de quién provenga o de dónde, siempre escucho personas que repiten la fórmula: “Yo, desde que me pasó esto…decidí que no volvería a…”. Esto es lo que solemos llamar el aprendizaje basado en la experiencia, y son muchas las personas que para bien o para mal, llevan por bandera la mochila de vivencias que cargan a sus espaldas y, por consiguiente, la demostración empírica, la razón indiscutible de sus decisiones. Pero… ¿es realmente positivo este tipo de aprendizaje? Hay quienes se anclan a la idea de que el miedo sigue siendo nuestra mejor protección, ya que es el sentimiento que surge cuando identificamos que un hecho o persona es una posible amenaza para nuestra integridad física o mental. Este razonamiento sería lógico y verdadero en el contexto del hombre primitivo, el cual necesitaba tener todos sus sentidos alerta y aprender a evitar todo aquello que supusiera un obstáculo para su supervivencia. En cambio, en el hombre moderno, este sentido de supervivencia parece estar hiper-desarrollado, ya que no sólo nos limitamos a temer las cosas o personas que puedan suponer un peligro para nuestra vida, sino que hemos extendido esta capacidad de aislarnos de aquello que nos “duele” al plano de lo emocional, creando una “barricada” tras la que protegernos cuando alguien o algo ha herido nuestros sentimientos. Esta forma de aprender a no caer en los mismos errores puede parecer en un principio un modo de ir mejorando nuestra calidad de vida, evitando situaciones que nos sean incómodas, desagradables o innecesarias para ser “felices”, pero… ¿es posible vivir plenamente eliminando las adversidades que caracterizan nuestro día a día o, incluso, que marcan las etapas de nuestra vida?
Me resulta muy curioso cómo, en esta sociedad que hemos creado y seguimos creando, hablamos de cosas como: “es que me cuesta mucho confiar en alguien porque me he llevado tantos palos…” o “lo pasaba muy mal cuando niña, porque mi padre siempre fue un machista que pensaba que las mujeres debían estar sometidas al hombre, por tanto, yo jamás voy a pasarle ni una a mi pareja como haga o diga algo que denote esta visión…” o “nunca volveré a enamorarme, porque no podría resistir volver a darlo todo por otra persona para luego perderla…”. En cambio, es muy difícil encontrar personas que digan cosas como: “siempre seguiré creyendo en la amistad y en el apoyo incondicional de los amigos, porque así es como he conocido a mis verdaderos amigos de ahora” o “aunque mi padre nunca logró valorar a las mujeres, sentirme respetada por otros hombres me hizo no tener prejuicios a la hora de conocer a mi pareja” o “fui tan feliz cuando estaba enamorada, que el dolor a la pérdida no es comparable con la ilusión de volver a experimentarlo”. Es increíble cómo experiencias positivas que nos producen una gran satisfacción no marcan nuestro destino en la misma medida que las negativas, tratándose del ámbito del “sentir”.
Y digo increíble porque creo firmemente que quienes no hacemos lo que sentimos por miedo a equivocarnos y sufrir de nuevo, estamos “muertos” aunque respiremos. Si algo nos enseña la vida, es que todas nuestras alegrías y éxitos han venido de la mano de un riesgo, de un “lanzarse” a la piscina con los ojos vendados, de una palabra dicha sin pensar en las consecuencias…Es por esto que veo artificial e innecesaria esa capacidad que tenemos de protegernos, de prevenir, de no volverse a arriesgar, de centrarnos más en nuestra fragilidad que en nuestra fortaleza. Yo más bien le llamaría a esto “discapacidad”, defenderse tras el escudo que nos ofrecen nuestros miedos, sólo estar atentos a los posibles “enemigos” que nos encontremos, mientras que pasan de largo e inadvertidas las oportunidades que nos hacen vibrar de verdad.
¿Por qué tememos tanto el “caer dos veces en la misma piedra”? ¿Tan tontos somos cuando decidimos volver a arriesgarnos o tomar partido por alguien o algo aunque después las cosas no salgan como esperábamos? ¿A qué viene ese miedo a “pasarlo mal”? ¿Tan frágil nos consideramos que pensamos en la posibilidad de no volver a levantarnos? También me invaden dudas acerca de qué razón nos lleva siempre a pensar que las circunstancias difíciles son fácilmente repetibles (por eso estamos tan entrenados en tomar medidas, y ponernos muros y escudos para “la próxima vez”), y en cambio, las más favorables, los mejores momentos de nuestra vida, lo más seguro es que no vuelvan a repetirse (lo que nos hace sumirnos en una profunda pena cuando esa etapa o situación toca a su fin).
Pienso que no estamos vivos sólo por respirar, sino que somos lo que sentimos, y si ahogamos y escondemos nuestros sentimientos para que no nos guíen en nuestro camino, no somos nada.
“Prefiero dejarme llevar por las luciérnagas que habitan la oscuridad de mi alma, que dejarme deslumbrar por el brillo  que perdieron épocas pasadas.”

2 comentarios:

  1. "porque creo firmemente que quienes no hacemos lo que sentimos por miedo a equivocarnos y sufrir de nuevo, estamos “muertos” aunque respiremos. "

    Me quedo con esta frase...me encanta!!!

    Mazapancito :)

    ResponderEliminar
  2. El miedo atenaza a la gente, a mucha gente. Pero también existimos los que no nos importa tropezar cien veces en la misma piedra (si caerse vale la pena)

    ResponderEliminar