Pueblos. Pueblos llenos de gente,
casas, comercio, y niños…muchos niños. Y todo a orillas de una carretera que la
mayoría de las veces no lleva a ninguna parte. Pero en la que, por alguna
razón, todos confluimos en algún momento de nuestra vida.
La vida de las gentes de
Guatemala, es una vida cuyo motor no se conoce con exactitud, pero que rueda y
rueda, como esas bicicletas que están fabricadas por manos inexpertas pero muy
entusiastas, y por miles de diversas y diminutas piezas. No es extraño ver
bicicletas así por estas carreteras, cargando mercancías hasta lo que parecen los
confines de la selva. No es extraño ver madres con sus niños que como caracolillos
van cargando con la casa, con la vida a cuestas. Sin saber muchas veces ni por
qué, ni en qué momento comenzó esa carga, ni si tiene fin ni destino. En definitiva,
el motor de sus vidas es un motor sufrido, desgastado y, a veces oxidado. Pero que no se rompe, y por
supuesto, que ni siquiera piensa en rendirse. Porque la vida en Guatemala no se
piensa, porque no sirve pensar en una vida que cambia a cada momento. Porque no
sirve de nada planificar aquello que cualquier desastre natural o cualquier
persona con más poder y menos humanidad de la que debería, se puede llevar. Aquí
todo es pasajero, no porque perezca, sino porque se lo llevan. Y no por ello,
Guatemala deja de ser bella, tierna, y un refugio de la naturaleza.
Durante mucho tiempo, a este país
se lo han arrebatado todo. Todo… menos los tambores. Me refiero a ese sonido
que parece tener el latir de los guatemaltecos. Ese ritmo apaciguado que
parecen tocar las almas de esta tierra. Porque aquí no sólo vives con la gente,
sino con sus antepasados. Este ritmo viene marcado por la sonrisa del pueblo,
su voz, su manera de aceptar la vida tal como viene. Su ilusión, su capacidad
de lucha, y su corazón que muestran sin pudor. Su sabiduría, esa rebelión
interna que se desata contra lo que se sabe pero no se comparte, y se aguarda
en silencio hasta que llegue el mejor momento. Guatemala está cansada, pero
laten sus tambores, a la espera del mejor momento.
Este fin de semana tuvimos la oportunidad de cruzar
el país, y te das cuenta de que las fronteras, al igual que separan, pueden
crear mini-universos. Porque si recorres Guatemala, no sólo sigues
sorprendiéndote con la calidez y la vida sencilla de sus gentes, sino que también descubres cómo
es el mundo y tú cuando ambos están desnudos de artificios. Cuando tu cuerpo
logra estar en pleno contacto con la naturaleza, y es acariciado por hojas,
aire, agua y tierra, pero nada fabricado con máquinas. Estar en el altiplano,
en Chimaltenango, en Tikal viendo ruinas mayas, entre volcanes, en la frontera
mexicana o en el Caribe sin salir de Guatemala. Estar en pleno mar, rodeado por
una selva oscura, impenetrable, imposible de transitar a simple vista y cuyo
encanto es, precisamente, ése: observar una tierra que nadie puede ni podrá
dominar. Ir en una lancha, a la vera de pescadores, y sentir que es posible
caminar sobre el cielo cuando observas el agua pasar a esa velocidad, un agua donde
todo se refleja: el cielo, la selva, la vida de los que allí viven, la tuya. Cruzar
las aguas de este país es como correr sobre el cielo, echarle una carrera a las
nubes, escapar de todo lo que te sobra, ser completamente libre, volar. Y esta
libertad sólo la conocen el viento, el mar, y la gente de Guatemala.
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