Despertar en casa. Despertar en
tu habitación después de haber dormido en tu cama, perfecta, a tu gusto, con
sábanas, con tu pijama de siempre. Poner los pies en el suelo y echar de menos
bajar las escaleras de la litera. Molestarte por un momento por haber dormido
tan bien, sin ruidos de otras treinta personas en la misma habitación que se
van despertando horas antes para comenzar a caminar. Despertar y querer mirar a
tu alrededor y ver esas camas vacías de aquellos que han decidido empezar el
camino de noche, con la fresquita, con sus linternas.
Mirar la mochila aun medio hecha
y tener el impulso de recoger las cuatro cosas que necesitas y volver, volver a
empezar. Volver a ese primer día, en el que imaginamos cómo se nos dará el
camino, qué personas conoceremos, si lograremos aguantar las dificultades o si
todo irá bien con las que nos acompañan. Ese primer día que representa las mismas
dudas de cada día de nuestra vida cotidiana.
Volver a sentir que el momento
más importante de la jornada viene marcado por el sonido de nuestros pasos, uno
tras otro, ninguno hacia atrás…no como en la vida diaria, en la que siempre
estamos reculando, volviendo la vista atrás. En el camino no titubeas, no
retrocedes, siempre vas hacia adelante.
Una jornada también marcada por el
sonido de los pasos de otras personas, al principio anónimos, al final mucho
más familiares que los de casa. Volver al día a día en el que las miradas, los
gestos, las risas, y compartir lo que descubrimos de nosotros mismos se vuelven
ingredientes más esenciales que las palabras, que el hablar por hablar.
Volver a sentarse en la mesa con
el deseo auténtico de disfrutar de estar juntos, olvidándonos de otros males como
el dinero, dónde ir o qué comer. Todo parece bueno, todo se vuelve asequible
cuando lo que importa es quiénes somos y qué estamos buscando. No existen las
comidas evitables, cargantes, donde es difícil que la compañía y las
inquietudes de cada uno estén tan unidos que lo demás no importe.
Volver a amanecer cerca del campo, persiguiendo
conchas y flechas amarillas, a los anhelados desayunos a mitad de camino, a la
gente sencilla que te encuentras y son capaces de hacerte creer en los milagros
sólo con mirarte a los ojos, a los caminantes que, sean peregrinos o no, te
desean “buen camino” y cargan de aire nuevo tus pulmones, a las cervecitas
antes de entrar en el albergue, a disfrutar de una tarde de playa como si no
hubiéramos andado ni tuviéramos que volver a andar kilómetros y kilómetros, a
almuerzos en bares medio escondidos de la costa, donde la gente de la tierra te
cuenta las luces y las sombras de la zona como a cualquier amigo, a enamorarnos
hasta del taxista que nos lleva y nos trae, a nuestros pies calentitos en las
termas después de un día insufrible, a charlas que arreglarían el mundo con
gente que apenas conoces pero con las que ya conectas y ni te preguntas por
qué, a furgonetas que nos vienen a buscar a los monasterios para que no nos perdamos ni uno de los grandes momentos, a curar contracturas tirados en el suelo de una iglesia, a contarnos cuentos mientras el mundo habla de banalidades, a decidirlo todo juntos respetando los gustos de cada uno, a caminar juntos
respetando el ritmo de cada uno o, incluso, a cantar juntos un cumpleaños feliz
por teléfono si se trata de alguien que de alguna forma u otra, nos importa,
porque forma parte de nuestro camino.
Volver a conocer a las personas por lo que son, por lo que dicen sus ojos, por cómo te acompañan, por cómo te hacen sonreír o sonríen, por lo que hablan y lo que callan. No por lo que tienen o por cómo visten. Volver a estar en silencio, escuchar a alguien que apenas conoces, y averiguar cuál es su peso, cuál es su carga, y desear aligerarla. Con sólo escuchar, basta.
Volver a conocer a las personas por lo que son, por lo que dicen sus ojos, por cómo te acompañan, por cómo te hacen sonreír o sonríen, por lo que hablan y lo que callan. No por lo que tienen o por cómo visten. Volver a estar en silencio, escuchar a alguien que apenas conoces, y averiguar cuál es su peso, cuál es su carga, y desear aligerarla. Con sólo escuchar, basta.
Volver a ver Santiago desde
lejos, y no creerlo. Volver a acercarnos al centro, y no creerlo. Volver a no
estar seguros del camino en la ciudad, porque ya no hay flechas que nos lo
marquen. Volver a asomarnos a la plaza…y agarrarnos de las manos, dejar latir
el corazón fuerte, mirarnos y saltar. Volver a Santiago.
Volver a tirarnos en la Plaza del
Obradoiro, a observar la inmensidad, a dejarse embriagar por ella, por la
música, por el ambiente que se crea cuando un lugar está tan cargado de
ilusiones.
Volver a compartir largos
silencios, tan valiosos como las conversaciones, tan perdidos y subestimados en
la rutina habitual.
Volver, en definitiva, a vivir
intensamente, “como si no hubiera mañana”, siendo “naranjas enteras”, dando
bocaítos cuando una cosa rica ande cerca (“ahm”), terminando unas etapas y
empezando otras, curándonos las heridas del propio camino (al principio llorando,
después orgullosos de ellas), identificando nuestras limitaciones, confiando en
el otro, en su palabra y en su apoyo incondicional. Y sin prejuicios, sin
barreras, porque en el camino, todos somos iguales.
Para todos lo que están en
búsqueda, a veces perdidos, a veces confusos. Para todos los que están en camino…porque
sólo así se obtienen respuestas.
Ya tienes una fan!!me encanta
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