Los olores.
El olor y el
viento siempre fueron la mejor antesala de los acontecimientos. Pues bien, ya
huele a Navidad. No me detendré este año en si la Navidad es una época feliz o
triste, potenciadora de nuestras bondades o de nuestras maldades. Sólo sé que
estamos en vísperas del segundo domingo de Adviento, y yo no sé si la gente
estará esperando la llegada de algo grande y trascendental, pero desde luego,
si algo llega, caerá en el centro de Sevilla supongo, porque está invadido,
colapsado, dominado por multitudes en una búsqueda desaforada de sabe Dios qué.
Bajar a tirar la basura y que te dé miedo caminar, que te lleve la marea, algún
carrito derrapando, alguna abuela agarrada a su nuera criticando la humanidad,
algún padre aturdido con su niño/a en los hombros quizás desde una hora antes, jóvenes
pubertosos que se encuentran en el umbral entre salir con sus padres o con sus
amigos en estas fechas, y caminan errantes, con miles de preguntas acerca de
cómo llegaron allí, y lo más interesante, por qué con ese modelito de bufanda,
gorro y trenca. En fin, y un sinfín de maravillas más.
Una cosa sí
me hizo frenar la bici (esa que me permite experimentar la sensación de volar
si voy a mucha velocidad por los raíles del metro), y fue llegar a la plaza del
Salvador, y ver que había gente parada observando, asombrada, algo. Todos en la
misma dirección. Tuve que dejar de sortear cuerpos de movimientos
impredecibles, frenar, bajarme de mi compañera de viaje, y con ella, averiguar
qué era aquello con lo que la gente se estaba conmoviendo. Las luces.
Quiero
pensar que, mientras no perdamos la capacidad de pararnos a mirar y a disfrutar
de aquello que nos conmueve y nos hace, quizás, soñar, habrá esperanza. Porque
el comienzo pueden ser unas luces en forma de lluvia de estrellas. Pero el
final, quién sabe del ser humano y sus caprichos. Podría ser una Navidad en la
que los hogares se abrieran a aquellos que no lo tienen. Una Navidad en la que
tú y yo, practicáramos el deber sagrado de la hospitalidad de la antigua
Grecia, donde el extranjero y el indigente estaban bajo la protección del
mismísimo Zeus, y por tanto, era un sacrilegio dejarles desamparados (lo
mismito que ahora, que el delito es atenderles).
Una Navidad,
en definitiva, donde comprendamos, para el resto del año, que nada es tuyo ni
mío en esta tierra, sino de todos/as.
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