miércoles, 9 de septiembre de 2015

El escultor de almas

No podía parar de reírme. Me reía a carcajadas. Siempre me pasaba lo mismo cada vez que iba  a la consulta de Thomas Leitner, mi otorrino y amigo de la infancia.
- Pero bueno Rohan, eres peor que un niño, ¿tantas cosquillas tienes?- siempre que me examinaba los oídos con su fina y helada pinza me producía unas cosquillas tan intensas que rompía en carcajadas. Afortunadamente, Thomas era mi amigo, y podía permitirme el lujo de reír sin reprimirme.- ¿Cómo va el trabajo?
- Muy bien, ya sabes, peleando con los de la galería. Siguen pensando que un artista expone lo que pide la gente, y no comprenden que la esencia de mi trabajo es que las obras hablan por sí solas. Si tienen algo que decir, debemos exponerlas, o si no, se nos acabará el vivir de ellas.- yo era escultor, un poco excéntrico según las malas lenguas.
- No deberías menospreciar la opinión de tus socios, ellos conocen el mercado y es normal que quieran redirigir el enfoque de tus exposiciones, Rohan. No olvides que, aunque vivimos en una ciudad en la que el tiempo no pasa, el mundo de ahí fuera sí que se mueve y evoluciona, al igual que las tendencias y las formas de expresar y crear arte.- una vez más, Thomas tenía razón. Vivíamos en Trier, nuestra ciudad natal, uno de los rincones más antiguos de Europa y frontera de varias de las naciones que en el mundo moderno todavía eran escuchadas.
- Bueno, ¿cómo están mis oídos?
- Como siempre amigo, impecables. Sigo sin entender por qué vienes cada mes a que te los revise. Si lo que quieres es verme, podemos quedar para tomar unas cervezas. Has cambiado mucho desde que trabajas en la galería. Ya sales más a menudo y nuestros amigos me dicen que te ven más cercano y hablador. ¿Estás saliendo con alguien?
- Ja, ja... Siento decepcionarte Thomas, pero estoy consagrado a mis esculturas.- Ir a la consulta de Thomas era casi un hobby para mí, ya que los cuadros e ilustraciones que tenía por las habitaciones representando todos los entresijos del aparato auditivo me fascinaban. Sin duda, como todo el mundo que conocía mi obra sabía, yo era un escultor obsesionado por la fisonomía del pabellón auricular, normalmente conocido como oreja. Me parecía casi un milagro de la naturaleza que algo tan amorfo pudiera reproducirse de manera tan exacta en cada persona. Eso delataba su perfección como estructura receptora de los sonidos, y es por ello que mi mayor reto desde que comenzó mi carrera escultórica fue siempre reproducir esta diminuta pero sensible parte del cuerpo con la mayor exactitud posible. Y la consulta de Thomas siempre me servía de inspiración. Él examinaba mi oreja con la misma delicadeza y rigor con que yo moldeaba las orejas de mis esculturas humanas.
Lo que no sabía Thomas, ni nadie que me conociera, era la verdadera razón de mi obsesión por las orejas: mis estatuas me hablaban, y mientras más exhausto era moldeando sus orejas, más capacidad parecían tener las esculturas para interactuar conmigo. Todo comenzó el día que estaba terminando de esculpir a Frida Kahlo. Todo en ella emanaba vida, tal como había ocurrido con la verdadera Frida, aun con sus grandes limitaciones motoras. Dejé su famoso entrecejo para el final, ya que necesitaba hacerlo a primera hora de la mañana, fresco y bien descansado para tener buen pulso. Ahí fue donde comenzó la etapa más emocionante de toda mi vida. Frida me habló de su entrecejo, de su historia, y me daba consejos para esculpir detalles en su figura que hiciera la reproducción más fidedigna. Yo no me lo podía creer, pero cada día que me despertaba, volvía a pasar un suceso parecido con el resto de figuras humanas de la colección. Empecé a visitar mis exposiciones a altas horas de la noche para disfrutar de pláticas interminables con mis personajes, tanto los más célebres como los desconocidos a los que yo había dado forma y vida, según ellos mismos me decían. Me sentía embriagado por las confesiones tan parecidas que, dentro de la compleja distancia que separaba a mis personajes en tiempo y espacio, me llegaban. Desde Rilke hablándome de cómo la obra de Rodin o de su misma Clara influyeron en su poesía, hasta el vacío e infantil anhelo que expresaba esa flaca prostituta que esculpí un día de ofuscación al llegar al taller.
Ellas me enseñaron a escuchar todo lo que tiene que decir alguien que no se mueve, estático, condenado a no evolucionar. Comprendí que, después de todo, las esculturas no tienen una vida muy distinta de la de aquellas personas que ven la vida pasar mientras hablan del pasado propio y ajeno. En los círculos en los que me movía, la gente tan sólo quería ser escuchada, y yo me conformaba con observar.
Así fue como, a pesar de mi desprecio por este mundo injusto donde las personas se encuentran aletargadas y las estatuas están vivas, mi obra cogió fama como consecuencia de mi supuesto carisma y mis habilidades sociales, y no al revés.  Acabaron llamándome Rohan, “Der Bildhauer der Seelen” (“El escultor de almas”).



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